

En el Caribe colombiano nació una tradición alegre, fiestera, bulliciosa y colorida: los picós, potentes sistemas de sonido construidos artesanalmente. Están emparentados con los Sound System jamaiquinos y su nombre viene del pick-up, aquel tocadiscos portátil de los años cincuenta que permitía llevar la fiesta a todas partes.
Grandes portavoces de la música popular, han llevado a generaciones enteras a bailar con desenfreno la música traída en barco desde África: soukous congolés; highlife de Ghana; semba y kizomba angoleños; funaná de Cabo Verde; mbaqanga y jive sudafricanos; afrobeat de Nigeria. Del Caribe llegaron el kompa haitiano, el kadans y el zouk de las Antillas; el calypso y la socca de Trinidad y Tobago; el jíbaro puertorriqueño; la salsa; la inagotable riqueza musical cubana y, por supuesto, la avalancha jamaiquina de mento, ska, rocksteady, reggae y dancehall. En casa, la respuesta fue la champeta: música nacida del barrio, inspirada en la música africana pero con acento local.
La competencia entre picós fue encarnizada. Había que tener la canción más exclusiva y fiestera —al punto de arrancar las etiquetas de los acetatos para mantener en secreto al autor—, el bafle más potente y la pintura más llamativa. Así, lo que empezó como fiesta terminó siendo cultura: un universo compartido entre rumberos cada vez más exigentes, picoteros (quienes ponen la música), coleccionistas, investigadores musicales, programadores radiales, selectores, técnicos de sonido, samplistas, carpinteros y pintores. Todos ellos, guardianes de una tradición que aún hoy retumba con la misma fuerza que hace medio siglo.
Entre los pintores destaca William Gutiérrez, uno de los más importantes de la escena picotera del Caribe colombiano y, probablemente, el más cotizado y prolífico de cuantos se encuentran en el ejercicio actualmente. William es una figura fundamental para entender esa forma de patrimonio que es la cultura picotera Caribe: no solo es uno de los responsables de haberle dado forma a su singular estética, sino que, a través de sus pinturas, ha plasmado la historia, experiencias, ilusiones, estándares de gusto y riqueza cultural de comunidades que han tenido poca representación y visibilidad en el país. Su obra acompaña a Populardelujo en la Bienal.
​​​

Los picós han estado tan presentes en la vida cotidiana del Caribe colombiano que en muchos álbumes familiares aparecen retratados como si fueran un integrante más.
Con el tiempo, estas fotografías se han multiplicado y dispersado, primero como tesoros íntimos y luego como huellas colectivas en la memoria digital y cultural, así, las imágenes pasaron de ser recuerdos guardados en álbumes familiares a convertirse en archivos compartidos por investigadores, coleccionistas y entusiastas de la cultura picotera.
​